El día que Abdul dijo adiós a Siria

Con tan solo 15 años es secuestrado por el Estado Islámico. Los soldados querían robarle su identidad, convertirle en un asesino pero tras 4 meses encerrado en una cárcel, arriesga su vida, huye y recorre 4.000 kilómetros a lo largo de 10 países para encontrar un futuro mejor en España

Andoni Orrantia
@aorrantiah

Todos se miran. Lo único que tienen en común es su deseo de huir. Su desesperación por dejar atrás un infierno. Es madrugada y pese a la primavera, la temperatura en Turquía hoy ha bajado mucho. Hace solo unas horas han pagado hasta 1.500 euros por la travesía que van a realizar. Alguno de ellos lo ha hecho tras localizar por ejemplo en Izmir a los simsar (mafias). Su punto de encuentro ha sido la plaza Basmane. Los refugiados nunca hablarán con el traficante ilegal directamente. Negociarán su billete hacia la esperanza con un intermediario. Una persona de confianza del traficante. La policía patrulla a diario la zona pero prefiere ignorar lo que allí ocurre.

Desde Turquía, la orilla griega les parece cercana. Se avista Kos a solo 4 kilómetros. En primavera de 2015, esta isla se convertía en uno de los puntos con más llegadas de refugiados. En solo 3 días arribaron 10.000 personas a una localidad que tiene solo 30.000 habitantes. La barca que usarán esta noche es frágil. Las mafias la han comprado en Internet por solo 300 euros y donde caben de forma segura 10 personas, meterán a 42. Ganan alrededor de 60.000 euros y en ocasiones, no es el único trayecto que hace al día.

  • El día que Abdul dijo adiós a Siria

    Con tan solo 15 años es secuestrado por el Estado Islámico. Los soldados querían convertirle en un asesino pero tras cuatro meses encerrado en una cárcel, decide arriesgar su vida, huir y recorrer 4.000 kilómetros a lo largo de 10 países para encontrar un futuro mejor en España.

Esta noche no habrá oleaje. La mar está en calma. La mafia elige a quien pilotará la patera. Hoy será un chico joven y fuerte. A cambio no le cobrarán su plaza. Recibirá una pequeña formación de 15 minutos junto a la playa. Antes de zarpar. Las ganas de escapar del horror le animarán a asumir el reto pero en medio de la llamada ruta del Egeo sufrirá. Se dará cuenta de que no sabe dirigir la lancha. Antes de subir a ella los refugiados compran dos cosas imprescindibles para su travesía: una funda de plástico para proteger el móvil y un chaleco salvavidas.

Tienda de chalecos en Turquía

Antes de cruzar el mar Egeo en lancha, los refugiados compran chalecos salvavidas y fundas para sus móviles. (Reuters)

El viaje dura tres horas. Tres horas de un silencio acompañado del motor de la lancha y del sonido de los endebles remos que usarán para alcanzar tierra. Un trayecto que en algunos casos, acaba con la vida de quienes lo protagonizan. Mueren ahogados o de hipotermia. La temperatura del agua alcanza los 10 grados en los meses de invierno. Esta noche entre los 42 refugiados están Abdul Haj Taher, un joven de apenas 15 años, moreno y de complexión delgada. También su hermana, su cuñado y su sobrino de 6 meses. “Vas rezando –me cuenta Abdul-; vas otra vez con miedo por si viene un golpe de mar. Si eres profesor de natación tampoco podrás hacer nada debido a la baja temperatura del agua. Con el frío sabes que acabarás muriendo. Las mafias hacen comercio con tu sangre, no les importa tu vida. Solo te cobran y te indican el camino. Tienes que pensar en ti, en tu familia y en llegar hasta el final”.

Lancha de refugidados

Los refugiados llegan a pagar hasta 1.500 euros a las mafias por realizar una travesía que no saben si terminarán. (Reuters)

Abdul y el resto de refugiados han tenido suerte. Esta noche todo ha ido bien. Ya pisan suelo europeo. Saben que en ocasiones y una vez que otras personas como ellos están en alta mar, las mafias se acercan en otra lancha, disparan para que se deshinche, se ahoguen y poder quedarse así con el motor que pondrán a la siguiente barca que usen traficando con seres que en su opinión no tienen derechos.

Cuando Abdul llega a Kos se ve obligado a separarse de su hermana, su cuñado y su sobrino. Pese a que se siente a salvo no están del todo fuera de peligro. Corren. Siguen huyendo para evitar ser atrapados por las autoridades griegas y devueltos a Turquía. A su alrededor, cientos de tiendas de campaña tipo iglú surgen en el paseo marítimo, en los parques, jardines, aceras y hasta en la entrada de algunos edificios públicos. En ellas o a la intemperie, esperan familias de sirios, iraquíes, afganos. Hasina Ahmed lo sabe bien. Entonces tenía 26 años. Estuvo junto con otros ocho voluntarios de la ONG Acción Planetaria una semana prestándoles asistencia bucodental. “Las mafias les venden una realidad que hemos vivido y que conocemos perfectamente de otras situaciones y de flujos migratorios de otras procedencias. Les hacen ver que en Europa tendrán estabilidad laboral con la que ayudarán a sus familias en Siria pero la realidad es que nos encontramos a niños abandonados, sin clases de alfabetización; personas solas, adultos y jóvenes. Cansados porque la alimentación durante su periplo no ha sido la adecuada”.

La decisión más peligrosa de Abdul

Según datos de la ONU, Grecia fue el país que más migrantes recibió en 2015. En total, 107.934 personas. La mayoría procedían de Siria, Pakistán, Kurdistán, Afganistán, Irak o Palestina. Todos los refugiados quieren salir cuanto antes de Kos para seguir con su viaje hacia otras zonas. Tras nueve días en la isla, Abdul consigue los billetes hacia Atenas. Por delante le quedará aún todo un periplo y más dificultades. De la capital de Grecia, irá en autobús a Macedonia. Tras andar más de 20 kilómetros conseguirá alcanzar la frontera con Serbia. De ahí a Hungría, Austria y en coche hasta Alemania. En total, 4.000 kilómetros. Casi 10 países recorridos. Había que huir y desde Alemania se pone en contacto por whatsApp con su hermano mayor. Khalil llevaba instalado en España cerca de 7 años. Lo que pasó en casa los 4 meses en los que Abdul estuvo secuestrado por el Estado Islámico y luego huyó, solo él lo sabe en el kebab en el que trabaja en Madrid.

Abdul sobrevivió a su viaje por casi 10 países antes de llegar a España. Cuando habla de miedo sabe lo que significa. Sabe el horror que dejó atrás. Este joven nace el 1 de abril de 1999 en Kobani, una pequeña ciudad al norte de Siria con alrededor de 70.000 habitantes. De allí también era Aylan Kurdi, el niño de 3 años que apareció ahogado en la playa turca de Bodrum cuando junto con su hermano Galip y sus padres, Abdulah y Rehan trataban de alcanzar, como Abdul, la isla de Kos. La imagen de su cadáver varado y después recogido en brazos por un agente de la policía, sacudiría durante tan solo unas horas la conciencia de la comunidad internacional y pondría de manifiesto la crisis humanitaria siria. En aquel viaje solo sobrevivió el padre del pequeño y pese a que ninguno llevaba chaleco salvavidas. Una vez recuperado, su único deseo pasaba por enterrar a su mujer y sus hijos en la ciudad que les vio nacer.

Kobani estaba poblada por turcos, kurdos, árabes y armenios. Abdul vivía a cuatro calles de la frontera con Turquía. Me cuenta que era feliz jugando con sus 5 hermanos. Sus días transcurrían como los de cualquier niño que acude a la escuela por la mañana, estudia con sus amigos y por la tarde, hace los deberes y acude a clases de oud, el instrumento de cuerda más representativo de la música árabe y que se asemeja a una guitarra occidental. Además, Abdul ayudaba a su padre en su trabajo porque este “no sabía escribir en árabe”. Esa relación le hará también conducir su coche sin carnet. Abdul crecía en un entorno propio de un niño de sus características. Con su abuelo contándole a él y al resto de nietos historias al oído. Con su sueño de ser actor algún día. Abdul estaba enamorado de la ciudad que le veía crecer y que él miraba de noche a lo lejos cuando subía a la montaña. Con sus banderas y sus luces. Pero con la llegada de la llamada ‘Primavera Árabe’ en 2011 a Siria la situación se complicó. Dejaría de ir al colegio y muchos niños abandonarían con sus familias la ciudad para huir a otros países. En aquel entonces tenía apenas 14 años. Durante semanas, Abdul solo ve las noticias o escucha las conversaciones que mantiene su padre con sus amigos. Escucha y pregunta. Los más adultos hablan de las manifestaciones en Libia y en Túnez y su padre no deja de advertir: “las revueltas también llegarán aquí”.

Manifestante en El Cairo

La Primavera Árabe desató protestas en octubre de 2011 también en El Cairo donde millones de personas salieron a la calle contra Hosni Mubarak (Reuters)

Abdul se junta con jóvenes que acuden a manifestaciones contra el régimen de Bashar al-Ásad. Allí conocerá lo que es una guerra. El mismo día en que un soldado mata de un disparo a uno de sus amigos en plena calle y tiene que ser él quien le ayude y avise a sus padres de que ha fallecido. Cada día la lista de cadáveres se incrementaba. También, el miedo. En octubre de 2014, los habitantes de Kobani llevaban casi 4 años sufriendo los estragos de la guerra que hoy todavía destruye Siria. Después de tres semanas de cruel asedio, los yihadistas del Estado Islámico lograron plantar su bandera negra en el centro de la localidad. La entrada de los hombres del ISIS supuso que miles de personas tuvieran que huir. “Nos decían que éramos malos, que los kurdos no éramos musulmanes”, recuerda Abdul. Él nunca deja de estudiar y en medio de ese afán por aprender, en 2015 cuando regresa junto con otros 20 compañeros de examinarse de Alepo para obtener el título de 4º de la ESO, es secuestrado por el autodenominado Estado Islámico.

Abdul

“El Estado Islámico quería convertirnos en asesinos con solo 15 años”

Su vida cambiaría con solo 15 años, tras una semana de pruebas; de noche y montado en un autobús junto a un puente en Manjib, una zona controlada por los soldados. “Volvía contento porque los exámenes me habían salido bien. De repente, nos pararon y nos apuntaron con sus armas. Nos estaban esperando. Quedaban pocos kilómetros para llegar a casa. Ya en el viaje de ida, a un profesor que les pidió que dejaran de cachear a su hermana, le cortaron la cabeza delante de nosotros”, relata Abdul para insistir después en que eran unos niños que estaban solos con el conductor. “Nos gritaban que éramos malos y que nos podían matar. Tenía miedo porque en mi móvil había fotos en manifestaciones con nuestra bandera, miedo por si entraban en mi cuenta de Facebook, de Instagram… Nos insistían en que nos iban a enseñar su religión y su Dios”. Y así fue. Minutos después de aquel episodio, Abdul junto con otros 300 compañeros de instituto fueron secuestrados y llevados a un colegio convertido en cárcel cerca de allí.

“Los terroristas querían convertirnos en asesinos con solo 15 años”. Su mirada brilla cuando me habla de los 4 meses que pasó en ese infierno. Todo estaba perfectamente calculado en el edificio de dos plantas. En la de abajo los yihadistas controlarían todos los movimientos; en la primera encerrarían a los menores. Salvo dos, el resto no pasaba de 13 años. En las habitaciones dormían alrededor de 24 niños. Todos juntos. Sin apenas espacio y sin camas. Dormían en el suelo. Al llegar cada uno recibió tres mantas. “Una la pones debajo, otra la usas de almohada y la tercera para taparte”, narra Abdul. Sin camas y sin apenas comida. Un plato diario para cuatro personas. La solidaridad y su instinto de supervivencia les hizo compartirlo cogiendo cada uno solo una cuchara.

Los captores siempre portaban armas y explosivos. Aquellos 121 días que Abdul estuvo secuestrado empezaban siempre muy pronto. A las 5 de la mañana. “Nos despertaban antes de que saliera el sol con gritos. Te lavabas con agua fría y luego empezaban sus clases. Nos hacían rezar”. Abdul hace memoria. No le cuesta mucho. Aquello es algo que no se olvida. Mientras habla se pone nervioso y juega con las manos. Tras alguna pregunta se queda en silencio, mira al suelo y de manera tímida narra las torturas físicas y psicológicas a las que les sometían. Describe sus miedos. Sus noches llorando y en vilo pensando que el siguiente podía ser él. Los gritos que escuchaba desde su habitación o escenas que llegó a ver en cierta ocasión y que nunca se ha quitado de la cabeza. “Había una zona solo para torturar y a los niños que no sabían leer el Corán porque eran analfabetos les daban descargas eléctricas; otros eran azotados”. Los soldados les prometían el Paraíso. “Ellos se creen que son mejores musulmanes pero mi religión no me permite matar ni hacer daño a nadie”, insiste Abdul.

Este joven sirio que en la actualidad tiene 19 años y vive en Madrid, posee dotes de liderazgo. Cuando rememora la huida de aquella cárcel, su tono de voz se eleva. Se enorgullece de lo que hizo. Salvó su vida y la de 12 compañeros más. Fue una madrugada. “Reuní a mis amigos y les dije que no podíamos estar ahí porque nos matarían. Les confesé que me iba a escapar y les invité a venir conmigo si querían. Uno de los que se apuntó era el más bajo y se ofreció a quedarse el último para que en caso de que nos descubrieran, le cogieran a él”. Y así fue. Aquella noche, Abdul fue despertando uno a uno. Sin hacer ruidos. Cualquier error echaría por tierra el plan ideado por unos simples niños. Habían dejado abierta una de las puertas de un baño cuyas ventanas daban a un muro. Por ahí escalaron. Deprisa. Detrás de aquel muro encontrarían la libertad. Se dividieron por parejas para ganar en rapidez. Ir todos juntos hubiera levantado sospechas en la calle y hubiera retrasado la huida. Tocaba correr sin mirar atrás. Después, Abdul usaría la única moneda que llevaba su compañero en el bolsillo para llamar a su madre desde un locutorio y tras 4 meses sin dar señales de vida. Pensaban que había sido degollado. “Cuando mi madre Jaliya coge el teléfono, está en un autobús y se desmaya de la alegría. Pensaba que estaba muerto”.   

La batalla del lápiz

Tras su periplo por casi 10 países, Abdul llega a Madrid en verano de 2015 sin saber nada de castellano. Llega como menor acompañado. Eso evita que acabe interno en un centro. Se convierte en el primer menor sirio que pide protección internacional. En 2017, según el Ministerio del Interior, 1.538 personas estuvieron en su misma situación. Lo primero que consigue Abdul es la llamada tarjeta roja del refugiado. Un simple sello sin ninguna validez para cruzar una frontera. No puede salir de España.

El 1 de septiembre tiene su primera cita con el equipo de nueve psicólogas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). María Ángeles Plaza es una de ellas. Esta joven de 42 años será su interlocutora desde ese momento y hasta la actualidad, con quien sigue viéndose. Ella realiza la valoración y emite un informe. También le ofrece apoyo jurídico. “Ahora le vemos y es un chaval pero cuando llegó con 15 años era un niño y me sorprendió mucho”, me reconoce María Ángeles. “Venía con su traductor de kurdo y le hicimos la entrevista en su idioma materno. Llegó con mucha necesidad de hablar y de contar y de compartir todo lo que había vivido. Decía que su corazón iba a explotar de tantas cosas que había visto”.

Tarjeta roja de refugiado

1 NOMBRE: Abdul llega a España como menor acompañado en verano de 2015 y eso evitó que acabe interno en un centro. Tramita inmediatamente la protección internacional 2 DOMICILIO: Inicialmente se aloja en el piso de 35 metros cuadrados que su hermano Khalil tiene en Madrid 3 CADUCIDAD: Con 18 años y sin papeles, existiría el riesgo de ser expulsado de España 4 HUELLA: Todos los refugiados que llegan a España y piden asilo deben insertar su foto o su huella 5La tarjeta roja del refugiado la facilita el Ministerio del Interior una vez admitida a trámite la solicitud de asilo por el refugiado. Es un simple sello sin ninguna validez para cruzar una frontera. Abdul no puede salir de España

Abdul llega a España con mucha ansiedad. Descolocado. Acaba de llegar a Europa. Un contexto cultural e idiomático diferente al de Kobani. No se despega de su móvil. En Alemania ha dejado a sus amigos. Se mandan fotos. “Asumieron la huida como un juego para ver quién llegaba al siguiente país antes. Eso le ayudó a no vivirla de forma dramática sino positiva”, matiza María Ángeles.

Los primeros meses Abdul se aloja en el mismo piso que su hermano Khalil posee alquilado en Madrid. Tiene 35 metros cuadrados. Duerme en el salón porque no hay más sitio. Abdul tiene una máxima y se la transmite a las trabajadoras sociales que se encargarán de su seguimiento educativo: su lucha es el lápiz. Y ese lápiz lo encuentra en el aula de enlace del Colegio Santa Bárbara. Un centro escolar concertado en pleno centro de Madrid y que en palabras de su directora, Francisca de Borja Pardo, “participa de la filosofía cooperativa y trata de gestionar con responsabilidad los recursos económicos y humanos disponibles sin fines lucrativos. Trabajamos con el corazón, siendo una escuela plural y respetuosa con la diversidad de culturas y creencias”. El centro posee alrededor de 400 alumnos. De ellos, el 30% es de origen extranjero. Los velos conviven por ejemplo con los pantalones pitillo. Cuando uno accede a sus instalaciones, la recepción está presidida por cuatro relojes con esfera blanca. Uno marca la hora de Madrid. Los otros tres recuerdan la de Rabat (Marruecos), Pekín (China) y Seattle (Estados Unidos). Junto a ellos, un mapamundi de color marrón bautizado como ‘La familia Santa Bárbara’ recuerda con chinchetas la procedencia de todos los que protagonizan su día a día. Las instalaciones de este centro creado a principios de los años 70 son sencillas. Humildes. Como la comunidad educativa que lo forma.

Abdul estará dos cursos en Santa Bárbara. Primero en el aula de enlace con 12 niños más, entre ellos Niko, uno de sus mejores amigos. Después, en 4º de la ESO. Recuerda perfectamente su primer día. “Era por la mañana, fui con mi hermano y nos recibió Nina. Hablaron entre ellos y yo solo miraba. No entendía nada. Estaba muy nervioso”.  Abdul llevaba dos años sin estudiar. Aquel día tras quitarse el abrigo, se sentó al fondo. El aula de enlace es pequeña y los pupitres hacen una forma de U presidida por la profesora. Al fondo una ventana grande comunica con la calle. En las paredes de un mural cuelgan ocho cuentos seleccionados por los 13 alumnos que la componen. En este curso, Ning, Ibrahim o Roy. En 2015 con Abdul había marroquís, filipinos, ucranianos …. A los lados, dos pizarras abrazan el aula y antes de acceder un cartel recuerda por qué la pared es de color naranja: “simboliza entusiasmo, acción, diversión, sociabilidad y alegría”.

Abdul fue el primer sirio en llegar al centro. Lo recuerda quien fue su profesora, Nina Revenga. Lleva 15 años en el centro. “No hablaba nada. Era tímido. Llega primero para afrontar un curso de 9 meses en el que entre otras cosas, aprenda español y se le ayude a integrarse con el resto porque hablamos de un tipo de alumno que sale de un país con una historia muy delicada detrás”. Durante las primeras semanas Abdul todavía vive rodeado de muchos miedos. Apenas levanta la mirada cuando le hablan. Su situación es especial. Psicológica y económicamente. Este último aspecto lo aborda su tutora junto con la dirección del colegio. “Cada año un consejo rector decide cómo ayudar a los alumnos con más dificultades y en el caso de Abdul estuvo becado desde el primer día”, recuerda Francisca de Borja en su despacho. Lleva 17 años trabajando en el centro y habla como lo que es, una apasionada de la docencia. En la conversación, se cuela de fondo por la ventana el ir y venir de los alumnos. A su alrededor, sobre la mesa, varios papeles y una tablet. En una balda de un mueble sencillo, descansa una réplica de la foto del beso de Robert Doisneau y en frente, un tablón le deja muy presente el horario de las clases.    

Conscientes de las necesidades que poseía Abdul y su familia; Francisca y Nina proponen al resto de profesores, con resultado positivo, crear una hucha en la que durante 6 meses entreguen al hermano del niño 300 euros como ayuda complementaria. “Llegado un punto, Abdul nos contó su situación y a partir de ahí consideramos que todos los profesores debían conocerla. Para nosotros suponía concienciar a los chicos en primera persona; unos alumnos que hacían dramas de donde no los hay. Por lo más mínimo, por un móvil o unas zapatillas. Los chicos lo entendieron perfectamente y lo tuvieron muy protegido. Era muy querido”, sostiene Francisca.

Poco a poco, las actividades extraescolares ayudan a Abdul a exteriorizar sus sentimientos y sus vivencias. A aprender a dar algo tan cotidiano como un abrazo. El teatro se convertiría en el medio para canalizar su sufrimiento. Él había tenido alguna experiencia en Siria en ese campo y será Nina quien le apunte al grupo que después representaría ‘Los Miserables’ en el salón de actos. De esta obra nacería otro episodio más de superación pero también una gran historia de amistad. La de Abdul y su profesor José Manuel Pardo. Este director y actor de amplia experiencia recuerda la reacción del joven sirio estando en el aula explicándoles el tipo de respiración. “Me quité el cinturón para ponerles un ejemplo gráfico sobre cómo utilizar la respiración en su vida diaria y entonces Abdul reaccionó yéndose a una esquina. Le pregunté si sabía inglés y me dijo que no. Continué con la clase y al finalizar le pedí a su tutora que me dijera quién era y en mi alma se empezó a mover algo. El hecho de presenciar torturas de sus compañeros todos los días en la cárcel, estoy seguro de que le trajo recuerdos”.

Pronto Abdul se convierte en un buen estudiante pese a que sus padres y sus hermanas permanecen en Turquía. No sentía que estaba en otro país. A la ayuda mensual del colegio se sumó también la de Mensajeros de la Paz, con quien hablará José Manuel. A la directora de esta fundación creada en 1962 no le sorprende su historia. “Llevaba ya trabajando tiempo con el tema de los refugiados en Europa y sé cómo es el tema de las rutas, el camino, los países que atraviesan y era lo que yo había vivido allí. En este sentido, Abdul tuvo bastante suerte porque él llegó de los primeros en 2015; después se cerraron las fronteras y las rutas fueron cambiando”, explica Elena Alonso.

La lucha por reagrupar a la familia

Lo primero que le proporciona Mensajeros de la Paz son alimentos. Un carro de comida con el que podrá ayudar al hermano con el que vive, a su cuñada y su sobrino. En 2017, la fundación atendió en esta misma situación a 27.984 personas. En paralelo, José Manuel, Francisca de Borja y Nina se encargarán de pelear por la tarjeta sanitaria y lo más importante: por el estatuto de refugiado. El tiempo corría y cumplidos los 18 años, el peligro de ser expulsado asomaba en el horizonte. Tras muchas gestiones y superar muchas decepciones por la falta de respuesta de las instituciones públicas (Ayuntamiento de Madrid, Gobierno autonómico y central), en septiembre de 2016, Abdul se convertiría en el primer menor sirio que conseguía legalizar su situación en España. Su solicitud era aprobada con el tipo de protección temporal que se está otorgando a todos los refugiados sirios que piden asilo en España. Era examinada en julio de ese año y resulta favorablemente el 15 de septiembre. Con ese estatuto, Abdul podría reagrupar a su familia pidiendo que se le extendiera la misma protección.

Abdul en el Tribunal Supremo

El día que Abdul participa en la jornada de puertas abiertas que celebra el Tribunal Supremo en septiembre de 2016, conoce que ha recibido el estatuto de refugiado y que podrá traer a su familia a España (EFE)

Su padre, Mohamed, de 52 años se encontraba en Turquía con su mujer Jadiya y sus dos hijas mellizas, Rohin y Robin, de 7 años. Mohamed había sufrido un ictus y arrastraba una incapacidad en el habla y en la parte derecha de su cuerpo. Allí vivían con parte de los 800 euros que el hermano de Abdul cobraba trabajando en España y les enviaba periódicamente. “Lo que él echaba de menos era a sus padres. Cada vez que hablaba de ellos lloraba sin parar. Quería llegar a casa y que su madre le abriera la puerta y oler la comida de su madre. Era su mayor dolor. La falta de sus padres”, recuerda Elena Alonso.

Fueron 9 meses en los que nadie perdió la esperanza. En los que poco a poco las piezas del puzzle encajaban hasta que en junio de 2017 y tras terminar 4º de la ESO, Abdul consigue abrazar en el aeropuerto de Barajas a su familia. “El encuentro fue muy emocionante. El padre sobre todo llegaba agotado y ahora con la perspectiva del tiempo, compruebo que se han quedado con el sueño de volver a Siria. Tienen la tristeza marcada en sus caras”, confiesa la directora de Mensajeros de la Paz.

La de Abdul es una historia de supervivencia. De huida del fanatismo, de la muerte, del hambre, de la miseria … Él tuvo suerte y así se lo recuerdan quienes le han tratado estos años. En la actualidad vive en un piso pequeño en Madrid con su primo. Ayuda cuando puede a su hermano Khalil en su kebab y busca trabajo. También se está sacando el carnet de conducir. El teórico ya lo ha aprobado. Ahora quedan las clases prácticas de las que cada miércoles se pone a prueba con su profesor.

La generación perdida de Siria

Cuando me cito con él, en sus manos juega nervioso con el libro que se está leyendo: Lo que aprendí del dolor. Del físico y del psicológico. De lo que no se olvida. Abdul tiene muy presente a Kobani, su pueblo. Allí, cada mañana la voz de Dilovan Kiko, una joven kurda casi de su misma edad, de 20 años, suena por las ondas de Radio Kobani. Ella la fundó y ella la gestiona. Habla de la guerra. Morena, de estatura media y siempre con una sonrisa en la cara, ha crecido como Abdul en Kobani. Soldados, voluntarios, ciudadanos, refugiados … todos prestan atención a una voz que suena más fuerte que las bombas. Armada con su micrófono y su grabadora, esta corresponsal de guerra improvisada recorre el campo de batalla en busca de nuevos testimonios que emocionen desde la frecuencia 94.3.

Dilovan Kiko en Kobani

Dilovan Kiko tiene 20 años y cada día busca historias en las calles de Kobani (Siria) para contarlas después en la emisora que ha creado, Radio Kobani

Dilovan consiguió cumplir el sueño de su madre y el suyo, ir a la Universidad de Alepo pero la guerra le impidió completarlo. Por eso creó la emisora. Su padre también decidió salir de casa e ir a luchar antes que ver cómo acababan con su ciudad y con su familia. Dilovan siempre empieza sus emisiones con una canción optimista. Quiere creer que pese a tanto horror, hay esperanza.

En medio de la pasividad de la comunidad internacional, 2017 fue uno de los años en el que más niños murieron desde que comenzó la guerra en Siria. Es mediodía. Hablo por teléfono con el español representante de UNICEF en la zona. Fran Equiza lleva allí 10 meses procedente de Mali. Durante nuestra conversación, de fondo se escuchan los bombardeos en varios distritos de Damasco. No tarda en poner los datos encima de la mesa: hay 5 millones de niños con necesidades básicas y más de 6 millones de personas desplazadas internamente. Faltan servicios esenciales como el agua o el saneamiento. El 70% de la población malvive en Siria por debajo del umbral de la pobreza. Pero pese a todo, igual que Abdul y Dilovan, cree que hay esperanza. “La gente huye y muchas veces sale con lo puesto pero también tenemos el fenómeno inverso. También hay una voluntad de volver a sus casas. No he encontrado ni un solo sirio que no piense que mañana será mejor. El ejemplo más claro de esta esperanza es que todas las familias quieren poner a sus hijos en la escuela”. Y es que hay menores que han estado 4 años sin salir de casa. En estos casos, UNICEF forma a los maestros de la zona para que estos pequeños puedan hacer dos cursos cada año, realizar sus exámenes y pasar a Bachillerato. Para ellos el colegio es alegría. Presente y futuro. En Siria hay más de 2 millones de niños sin acceso a la educación y 3 millones expuestos cada día a minas o bombas.

Fran Equiza

¿Con qué sueña un niño sirio?, le pregunto a Fran. Quien recorre cada día los campos de refugiados de la zona, no duda ni un minuto al contestarme: “sueñan con lo mismo que los españoles; con tener un país donde poder pasear, donde bailar, donde tener trabajo, donde ver que tus hijos mejoran”.

“Hay niños en Siria que han estado 4 años sin salir de su casa”

Los sueños se convierten en el comodín diario de los niños para convencerse de que habrá un mañana mejor. Niños como Wissam Ahmad, al que una bomba le dejó sin una pierna. Recuerda muy bien cuándo sucedió lo que él califica de ‘accidente’. Fue el 29 de enero de 2014. Era un miércoles. Salía de su casa con la hija de unos vecinos. Ella tenía tan solo 4 años. Se dirigían al supermercado cuando una bomba de un avión del Ejército sirio les alcanzó de lleno. La menor falleció en el acto y él cuando despertó se dio cuenta de que no tenía pierna. Ya no estaba en Siria sino en un hospital de Jordania.

Hoy Wissam está en Madrid. Aquí conocerá a Abdul. Les cito en el centro. Wisam vive en Amman, no habla nada de castellano y tiene 17 años. Abdul acaba de cumplir 19. Víctima de los nervios, Wissam le dice a Abdul que nació en Siria. Los dos lo saben. Han pasado por la misma tragedia. Le cuenta que pertenece a Deraa, una de las primeras ciudades donde comenzó la llamada ‘Primavera Árabe’. Que en marzo de 2011 las calles se llenaron de sirios que protestaban contra el régimen de Bashar al-Ásad pero el presidente les consideró terroristas y comenzó la represión. “Cuando llegaron los soldados nos dejaron veinte días sin comida, sin agua y sin luz. No podía salir nadie a la calle. Nos abastecíamos de los huertos que estaban alrededor de mi casa”, relata Wissam.

Abdul y Wissam

Abdul conoce a Wissam en Madrid el 20 de marzo de 2018 y ese día le cuenta cómo huyó del Estado Islámico. (COPE)

Wissam le explica a Abdul que antes de que empezara la guerra, vivía con sus padres y sus tres hermanas no muy lejos de la frontera con Jordania. Que le encantaba jugar al fútbol. Y que con tan solo 11 años, un día tras delatar un vecino a su familia, le reclutó el Estado Islámico. Que les enseñaron a montar armas y a usarlas para matar a gente. Que no podían hablar con nadie por la calle. Que las niñas se tenían que quedar en casa. Que durante 4 meses su madre nunca supo lo que hacía. O que su principal miedo era que llegara un día en el que tuviera que asesinar a alguien. Pero antes de que le obligaran a eso, a Wissam le salvó la bomba.

Hoy está en España invitado por la ONG Global Humanitaria. Ellos consiguieron que le pusieran una prótesis en su pierna derecha en el Hospital 12 de Octubre para que volviera a caminar. Wissam ofrece una charla en el Instituto Dionisio Aguado de Fuenlabrada, al sur de Madrid. Son las 12 del mediodía. En el patio, un grupo de adolescentes juega ajeno a lo que sucede dentro. Aquí cuando pregunto por Wissam, nadie le conoce por su nombre. Todos hablan del niño sirio. La charla con 25 alumnos de 3º de la ESO se celebra en el salón de actos. En el pasillo nos pone en antecedentes el portavoz de la ONG, Javier Gil. Primero será Kaveh Izadyar quien introduzca la sesión preguntando cuestiones genéricas sobre Siria y los refugiados. Este profesor de 36 años también huyó de Irán con solo 5. Era 1986. “Escapamos a través de las montañas hacia Turquía. Estuvimos unos meses en aquel país y acabamos en España. No me acuerdo de todo el contexto pero sí de muchas imágenes”. Kaveh ha acompañado a Wissam durante 3 meses por 13 colegios madrileños y catalanes. “Estuve documentándome mucho sobre él. Recuerdo que le conocí un domingo. Me lo esperaba más triste y sin embargo vi a un chaval bastante optimista. Sonriente. Con ganas de hacer cosas”.

Las sesiones forman parte del llamado proyecto ‘Yo No’ que busca prevenir la radicalización de los adolescentes. Duran alrededor de una hora. El silencio se apodera de la sala cuando Wissam toma la palabra. Los mismos adolescentes de entre 14 y 16 años que han entrado alborotados y sonrientes desconociendo lo que se iban a encontrar, empotran ahora su mirada contra el testimonio que están escuchando. Desconocen que el conflicto ha dejado 500.000 muertos y más de cinco millones de refugiados. Tras su relato, llegan las preguntas. En este instituto rompe el hielo Javier. Después, le seguirá Wiam, de Marruecos, José Ángel de Guinea Ecuatorial, Nuria, Brian … Ninguna curiosidad se queda sin respuesta. Wissam no se despega de su móvil. Con él navega por Instagram y por Facebook y mantiene contacto por WhatsApp con su familia. No tiene reloj. Lleva el pelo engominado, una sudadera gris y unos pantalones pitillos negros. Ajustados. Como muchos de los chavales que le escuchan. Los puntos en común con ellos acaban ahí. Ahora ha encontrado refugio en la pintura. Es su forma de exteriorizar lo que ha vivido.

Regreso a Las Ramblas

Los alumnos titubean cuando Kaveh les pregunta sobre el Islam; sobre lo que es un terrorista. Enseguida sale a la luz el atentado de Las Ramblas el 17 de agosto de 2017. “Un chico con una furgoneta fue arrastrando a la gente”, afirma con timidez Nuria, sentada en la primera fila. Ese chico era Younes Abouyaaqoub nació en 1995 en la ciudad marroquí de Mrirt. Cuando tenía apenas cuatro años se trasladó con su familia a Ripoll, donde residió el resto de su vida. Tenía cuatro hermanos. Uno de ellos falleció en el tiroteo de Cambrils. Younes se convertía durante días en el hombre más buscado de España. Su imagen inundaba las redes sociales. Tras el atropello masivo en Las Ramblas comenzaron seis días de huida.

Ha pasado casi un año pero David Martínez no se lo quita de la cabeza. Es miércoles y este inspector jefe de la Guardia Urbana de Barcelona me sale a recibir a la entrada de la comisaría de Ciutat Vella. Baja hablando por teléfono y ya me advierte de que a esa hora, nueve y media, la mañana se complica porque se está desarrollando una operación conjunta con los Mossos d’Esquadra para desmantelar narcopisos.

Su comisaría está situada en plena Rambla. A 100 metros del mosaico de Miró, la obra que el artista ideó como saludo a los viajeros llegados por mar y ubicada junto a la Boquería. Donde todavía hoy alguna pintada en inglés sobre un cuadro de luz, recuerda la marea de solidaridad que se vivió en las horas posteriores al atentado.

Mosaico de MIró

“Descansar en paz” es una de las frases que perdura en el mobiliario urbano de Las Ramblas un año después del atentado

David me confiesa que es padre de dos niños. De 11 y 8 años. Quizás por eso me enseña rápidamente la fotografía que posee junto a su mesa. En ella se ve sonriente y celebrando su tercer cumpleaños a Xavi Martínez, que falleció atropellado por la furgoneta junto a su tío abuelo Francisco. Lo quería con locura y aquella tarde lo llevaba de la mano por Las Ramblas. Junto a ellos estaba su hermana de ocho años y su madre. Delante de la foto y dentro de la misma urna de cristal, descansa un coche de la Guardia Urbana. Con él jugaba el pequeño de Rubí y el deseo de su padre Javier pasaba por entregarlo a los agentes que le atendieron durante aquellas trágicas horas y que hoy lo custodian con emoción. “El padre nos explicó en su casa que una de las ilusiones de Xavi era ser agente”, recuerda David.

  • Regreso a Las Ramblas

    Se cumple un año del atentado yihadista en Las Ramblas de Barcelona. Aquel 17 de agosto de 2017, los ciudadanos mostraron su dolor depositando en la zona más de cinco mil objetos. Osos de peluche, mensajes, flores. Hoy todavía se conservan como memoria viva.
Xavi Martínez

La foto de Xavi Martínez, de 3 años, atropellado por el terrorista de Las Ramblas, junto con el juguete que su padre quiso entregar a los guardias urbanos de Ciutat Vella que le socorrieron

“El terrorista sabía lo que hacía; buscaba arrollar al máximo número de gente posible”, explica el inspector jefe de la Guardia Urbana. Cada día por Las Ramblas pasan más de 250.000 personas. Fueron horas de caos, de gritos y de sirenas. De fallecidos y de multitud de heridos esparcidos en los primeros minutos por el suelo. Algunos se acercaban por su propio pie al centro de urgencias más próximo. El de Atención Primaria Ciutat Vella (CUAP). A 500 metros y que a diario atiende por ejemplo “a población inmigrante, a detenidos o a turistas”. Quien enumera es Ángel Rabines, medico adjunto. En cada turno, coinciden alrededor de 30 personas. Entre ellas, 3 enfermeras. El relato de una, Elisabeth Santiago, es intenso. Los dos reconocen que el trabajo del 17 de agosto de 2017 fue en equipo. “Nos enteramos del atentado cuando llega la primera persona a las 17:07. Fue Xavi. Conseguimos reanimarle y que le trasladaran al Hospital de Sant Pau”. Después no dejarían de entrar pacientes en estado de shock y también personal sanitario que, al enterarse de la noticia durante sus días de vacaciones, se desplazó hasta el centro para ayudar.

Dentro de la confusión inicial, Mossos d’Esquadra y Guardia Urbana se coordinaron desde el primer minuto en la atención a las víctimas, en la aplicación de la denominada ‘Operación Jaula’ así como en la información que facilitaban a los medios de comunicación. “No sabíamos si pasaría o no algo así pero teníamos los hechos objetivos de que nos encontrábamos en un nivel de alerta antiterrorista 4 sobre 5 y también, los antecedentes de otras ciudades muy cercanas a nosotros donde habían sufrido más de un ataque”, explica Patricia Plaja, exjefa de Comunicación de los Mossos, a quien el atentado le pilló en un parque de atracciones con su familia. “El objetivo era trasladar sensación de control dentro de una situación de emergencia. No publicar ningún dato si no estaba confirmado”, añade Eva Abellán, sargento. El medio elegido fue Twitter y los idiomas tres: catalán, castellano e inglés. Después de varias revisiones del texto, el primer mensaje se lanzó en castellano a las 17:16 y en él se hablaba solo de “atropellamiento masivo”. Tuvo que pasar una hora y dieciocho minutos para que la Generalitat empleara la expresión “atentado consumado”.

Tweet Mossos

A las 17:16h la cuenta oficial de los Mossos d'Esquadra en Twitter habla de “atropellamiento masivo”

Las horas transcurrían y a la atención médica se unía en la zona cero la psicológica. Los servicios del Centro de Urgencias y Emergencias Sociales de Barcelona (CUESB) ayudaron a más de 500 personas. En paralelo, la ciudadanía se echaba a la calle. Lo hacía en silencio y al igual que París o Manchester, también golpeadas en su día por el yihadismo. Empezaban a aparecer los primeros memoriales improvisados. Altares en el suelo con velas, peluches, flores o notas manuscritas en las que se repetía una misma frase: ¡No tinc por! (¡No tengo miedo!). En el inicio de Las Ramblas, la fuente de Canaletas, la Boquería… “Curiosamente la reacción espontánea del atentado de Hipercor hace 30 años fue también la de ir a Las Ramblas pero solo a escribir con tiza en el suelo”, recuerda Josep Bracons, jefe del Departamento de Colecciones del Museo de Historia de Barcelona (MUHBA). Con el paso de los días se erigieron hasta 150 puntos. “La gente improvisó la manifestación de su dolor de manera muy rápida; muchas veces escribían mensajes en los tickets del bus turístico, en cartones o en post-it y los dejaban”, añade Adela Martínez, una de las conservadoras que ha dirigido los trabajos de catalogación de esos objetos en el Archivo Municipal Contemporáneo de la ciudad.

Adela Martínez

La conservadora del Archivo Municipal de Barcelona, Adela Martínez, revisa una de las carpetas donde se guardan los 5.000 documentos que se recogieron en los memoriales

Por motivos de seguridad y antes de que se deteriorasen las más de 5.000 ofrendas; la noche del 28 de agosto, un equipo de 30 operarios de limpieza supervisados entre otros, por Monserrat Beltrán, directora del Archivo Municipal y por Daniel Alcubierre, conservador del Museo de Historia (MUHBA), iniciaron las tareas de recogida de manera cuidadosa. Las labores duraron 8 horas ininterrumpidas y se llenaron 27 cajas de documentos y 155 de objetos. “Allí no hablaba nadie; era como si todos hubiéramos perdido un ser querido. Fue el gesto con el que poníamos fin al terror que nos sacudió”, relata Evelin Fernández, miembro del servicio de limpieza del ayuntamiento.

Durante meses ese material se ha procesado en el Archivo y en el Museo. Cuando uno visita las dos dependencias se encuentra con muchas cajas y material tratado a temperaturas bajas para facilitar su conservación. Aquí se ha procedido a su limpieza, a retirar restos de cera de algo que ha estado a la intemperie. Después y “muchas veces con un nudo en la garganta”, desvela Adela Martínez, se ha examinado cada uno de los objetos o documentos; se han alisado, se han enumerado y ese código se ha vinculado a una ficha informatizada en la que se describen aspectos tan simples como sus dimensiones, el elemento del que se trata o el texto y las fotografías que porta. Todos están vinculados a los sentimientos de quienes de forma anónima los dejaron en plena calle.

El trabajo de inventario y catalogación llevado a cabo durante meses tiene como objetivo final poder dar una unidad a este fondo, que sea consultable a través de plataformas digitales coincidiendo con el primer aniversario, y que permita explicar a futuras generaciones, las acciones de solidaridad que se generaron en Barcelona como respuesta al atentado. Una tarea para la que el ayuntamiento consultó a otras ciudades  que también quisieron dar un tratamiento memorial a la respuesta ciudadana a ataques yihadistas, como París y Manchester.

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